La colaboración entre el sector público y privado se hace fundamental para el desarrollo económico y social de cualquier sociedad. Y no podemos caer en la tentación de banalizar a la iniciativa privada o, incluso, de eliminarla como parte de la ecuación del progreso de un país.
Debemos ser conscientes, todos, que no podríamos disfrutar de los actuales servicios públicos sin la participación, la gestión y la financiación de la iniciativa privada. Y también debemos tener en cuenta los beneficios que puede producir para el conjunto de la sociedad: más puestos de trabajo en el sector privado, mayor eficiencia económica, mejor calidad del servicio o el auxilio en cuestiones de orden presupuestario de las Administraciones Públicas.
La crisis económica producida en España a partir del año 2007 ha traído consigo la revisión de las fórmulas de gestión de los servicios públicos (la nueva LCSP entró en vigor el pasado 9 de marzo). Y también ha ocasionado que por algún sector concreto se ponga en tela de juicio la participación de la iniciativa privada en la gestión de los mismos. De alguna manera, esto ha podido generar cierto debate político y social sobre la iniciativa privada impregnado de algún tinte ideológico, incluso desnaturalizado por titulares como la erróneamente denominada «remunicipalización» de los servicios públicos.
Y destaco errónea porque los servicios públicos ya son de titularidad pública y no se pueden privatizar (no es jurídicamente discutible). No obstante, la realidad es que se ha trasladado a cierto sector de la ciudadanía el dilema sobre si los servicios públicos se gestionan de manera más eficiente cuando se realiza directamente por la propia Administración o por empresas privadas especializadas. O lo que es lo mismo, gestión pública o gestión privada.
En cualquier caso, la situación actual es que nuestro marco jurídico vigente en esta materia, como son las directivas europeas de contratación pública y la normativa interna de los estados miembros de la UE, sigue apostando firmemente por la colaboración público-privada. Y así es en cualquiera de sus actuales formas (régimen de concesiones, empresa mixta u otras figuras afines), como una fórmula eficiente para la prestación de los servicios públicos.
Transcurrida más de una década desde el inicio de la importante crisis económica que nos asoló (y continúa), no podemos permitirnos el lujo de perder el foco de los nuevos requerimientos que la sociedad exige a una Administración moderna del siglo XXI y que no son otros que la prestación de unos servicios públicos óptimos y eficientes, desde el plano técnico y económico. Y aquí podemos incluir todas las exigencias de orden medioambientales, social o de innovación, que el legislador ya ha recogido en la nueva LCSP.
Desde mi experiencia sí puedo afirmar que existen determinados servicios públicos que, por su grado de especialización y requerimientos tecnológicos, deben contar inexorablemente con el know-how de la iniciativa privada. Y, de la misma forma, considero necesario dotar a las Administraciones de suficientes medios para el control y vigilancia de los agentes privados a los que ha encomendado la prestación de dichos servicios. Un efectivo control por parte de la Administración, evitará cualquier recelo hacia el operador privado y se traducirá en un win-win o ganan todos.
En conclusión, si el objetivo de la Administración Pública en el siglo XXI es preservar el interés público y conseguir la mejor calidad y eficiencia del servicio que se presta al ciudadano. Este debe ser el debate y no quién lo presta.