En España, tres cuartas partes del territorio está en peligro de desertificación. No solo eso, un 6% ya se ha secado de manera irreversible, con la mayoría de estas áreas situadas en las Islas Canarias y en la costa mediterránea. Son cifras que se repasan con el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía. Celebrado este pasado domingo, 17 de junio, los datos llegan en un contexto de aumento de temperaturas.
A ello sumar que el cambio climático acelera los procesos de pérdida de suelo a través de sus consecuencias como la caída de las precipitaciones y el aumento del riesgo de incendios forestales. La sequía empeora y acelera la desertificación y, a pesar de que en nuestro país las lluvias de esta primavera hayan aliviado bastante la situación, el problema persiste.
Julio Barea, responsable de la campaña de agua de la organización ecologista Greenpeace, cree que los efectos de la sequía «son recurrentes en la Península Ibérica y se deben prevenir precisamente ahora que hay agua almacenada«. Datos en referencia a las reservas de agua totales en España que, actualmente, se encuentran en un 72,84% de su capacidad.
Sin embargo, según Barea, si no se gestiona adecuadamente «volveremos a sufrir los mismos problemas de escasez de agua que el 2017, poniendo nuevamente en riesgo el abastecimiento humano, el mantenimiento de los caudales ecológicos, la actividad económica del país y contribuyendo, además, a la desertificación del territorio».
Medidas para contrarrestarlo
En este sentido, señala que es imprescindible cambiar la forma en que se administran los recursos naturales. El fin es suavizar los efectos de la sequía y frenar la desertización. Para ello habría que poner medidas más urgentes en el marco de España como la modificación urgente de la política hidráulica —centrada en grandes obras— para llevarla hacia una gestión más sostenible; la adaptación de la agricultura al clima y la reconversión del regadío intensivo en explotaciones sostenibles, diversificadas y de bajo consumo de agua; la adecuación de las políticas forestales a las necesidades del estado más árido del continente europeo y el abandono de las energías sucias y peligrosas que dependen o contaminan una gran cantidad de agua, que deben ser sustituidas por energías renovables.
La desertificación es un proceso de degradación de los suelos que, fundamentalmente, tiene lugar debido a las variaciones climáticas y de la actividad humana. La deforestación y la destrucción de la cubierta vegetal del territorio —que puede ser causada por incendios, la agricultura y la ganadería industriales, el urbanismo descontrolado o la sequía— causan la erosión de terrenos fértiles, y la sobreexplotación de los acuíferos, la falta de agua y la salinización de las tierras completan el proceso.
A todo esto, se suman los efectos del cambio climático. El aumento de las temperaturas y la disminución de las precipitaciones como solo dos de las muchísimas consecuencias de las emisiones de gases de efecto invernadero. Las previsiones actuales son muy negativas y, en el caso de la mayoría de la Península Ibérica, indican que los periodos de sequía serán cada vez más frecuentes e intensos. Eso facilitaría aún más los procesos de desertización que hay en marcha actualmente. Según Barea, «se trata fundamentalmente de un problema de desvinculación entre los recursos naturales y el sistema socioeconómico que los explota, es decir, es ante todo un problema de desarrollo sostenible». Mon Planeta.